viernes, 12 de abril de 2013

LA RESISTENCIA DE LA MEMORIA: UNA ESCRITURA CONTRA EL PODER DEL OLVIDO




LA RESISTENCIA DE LA MEMORIA:
UNA ESCRITURA CONTRA EL PODER
DEL OLVIDO


(En La Historia en la Mirada, Parte 1: La conciencia de la Historia, Escritura contra el Poder, libro de Luz Marina Rivas)


Por Beatriz González Stephan


Papá suele decir que este pueblo está hecho del olvido, nació del olvido, vive del olvido, el olvido es su forma de vida.

Solitaria solidaria, de Laura Antillano



En alguna parte leí que la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido

Memorias de una antigua primavera, de Milagros Mata Gil.

Hasta la década de 1960 los individuos nacían y maduraban en un medio que no cambiaba radicalmente, ni cada década ni, tan siquiera, de una generación a la siguiente. Ahora no funcionan ya las antiguas formas. Hay una crisis del modelo acumulativo de vida.1 El advenimiento de una nueva cultura y una nueva temporalidad, cuyos cuatro pilares, entre otros, son la tecnología audiovisual, las computadoras, la energía nuclear y el control genético, han provocado una crisis de significado y de visión social, así como una pérdida de identidad. Ante la crisis del tiempo acumulativo y lineal, la homogeneización cultural y social, el monoteísmo de los valores, el saqueo del ambiente y de la economía por el dominio tecnocrático, la eliminación del papel local en la toma de decisiones, se elaboran varias contra respuestas culturales. Se renuevan viejos nichos culturales, como la vida rural, el lenguaje de los antepasados, la comunicación oral, la noción de raíces. Se busca refugio en lo viejo, como manera de lograr un reconocimiento de la diversidad humana y la invención de nuevas formas sociales. Pero estas alternativas, estas estrategias de alivio, son la expresión de grupos minoritarios.

A esta sintomatología generalizada de la tardomodernidad, habría que agregarle el plus de cada región en particular, de acuerdo al modo cómo ha insertado y resuelto la problemática de sus procesos histórico-sociales en virtud de la compleja agenda del proyecto modernizador y de su eventual disolución en estos tiempos. El saldo actual de la contemporaneidad venezolana está signado por el fracaso, derrota y últimamente descrédito de una serie solapada de proyectos políticos que -independientemente de su cualidad ideológica- se reconocían igualmente en la Razón Ilustrada, y que, por otras razones no menos serias, han demostrado su ineficacia. El desencanto y el escepticismo son componentes decisivos de las sensibilidades que miran, ahora desasistidas de utopías, un presente desarticulado y un pasado diluido. El mito del progreso, acelerado por la vorágine petrolera, los petrodólares, la petrocultura, agilizó la inserción del país en el uso compulsivo de patrones consumistas de existencia, provocando también una progresiva liquidación del pasado, de su historia, y, puntualmente, de la red del tejido simbólico de referencias en el cual una determinada sociedad se reconoce y puede aglutinarse entorno a ciertos modelos identitarios. Si a esto le sumamos la violenta devaluación en la última década de aquellos aspectos todavía sólidos de la realidad nacional -para recordar someramente: la debacle bancaria, la poblada del 27 de Febrero, los golpes de estado, los juicios inconclusos de las presidencias de la República, los niveles de corrupción, el desborde de basura, delincuencia y enfermedades, la falta de agua- lo que queda es una especie de vacío de categorías de dónde asirse, y, por otro lado, paradojalmente la cólera de las voces que no se resignan a esta desarticulación social: voces de resistencia sobrevivientes en las fisuras de una historia oficial tan invalidada como el poder institucional que la sostiene.

Son las voces -y a ellas me voy a referir- que, desde posiciones subalternas, erigen con su trabajo una posibilidad vertebradora de los fragmentos residuales de una cultura atomizada.



Aunque la metáfora biológica no decide el carácter hegemónico o subalterno del sujeto masculino o femenino, destacan con un perfil lo suficientemente incisivo para detenerse en él, el conjunto de novelas publicadas en esta última década por Laura Antillano (Perfume de Gardenia, 1982; Solitaria Solidaria, 1990) 2 Milagros Mata Gil (La Casa en Llamas, 1989; Memorias de una antigua primavera, 1989; Mata El Caracol, 1992) 3 Y Ana Teresa Torres (El Exilio del Tiempo, 1990; Doña Inés contra el Olvido, 1992) 4 , corpus narrativo, que, independientemente de las diversas estrategias usadas para representar la mujer como los nudos de tradiciones personales y colectivas, encara, de manera casi orquestada una re-escritura de la historia, pero desde ángulos que comprometen la recuperación no sólo de tradiciones desdeñadas, de sujetos silenciados (femeninos sobre todo), sino también las texturas culturales que yacen por debajo de las historias oficiales.

Uno de los dispositivos detonantes de esta preocupación por recuperar el imaginario histórico desde la plataforma ficcional es el carácter mutante del sistema de referencias espaciales, básicamente de Caracas, pero también del país: País portátil acuñó en su momento una metáfora lucida de una nacionalidad volátil:

Cuando fui al centro ... me parecía que estaba perdida en una ciudad desconocida... hasta que vi que era bien sencillo, estaba en la esquina y las Residencias no las veía porque las habían tumbado y en su lugar se levantaba un edificio inmenso... Fue como quedarme sin paisaje, como si las máquinas demoledoras hubieran arrasado con nosotros... como si el tiempo o las máquinas de demoler fueran lo único que tuviera en este país una cualidad democrática... como si debajo de los escombros estuviéramos nosotros. (El Exilio del Tiempo, 223)

El desarraigo que ha producido el crecimiento hipertrofiado de la ciudad, el vértigo de sus cambiantes arquitecturas y escenarios, ha dejado a la colectividad sin puntos de referencia que puedan explicar su proceso en el tiempo. La velocidad de las mutaciones aniquila la vivencia de un centro imantador de sentido. Por ello, el gesto de una narrativa con el aliento de restablecer una especie de macrorrelato fundacional (gesto por demás arcaico dentro de las postmodernidades) es un modo de sobrevivir en un paisaje urbano que socava cualquier permanencia. Una ciudad movediza y la percepción de un país devastado, constituyen el marco de fondo de estas novelas: la consistencia irreal de sus proyectos, la artificiosidad de su bonanza, la naturaleza travestista de sus actores, la usurpación de sus tierras y riquezas, el olvido de sus víctimas:


Todo fue como una aparición o un espejismo: acabó sucumbiendo ante la voracidad de los olvidos. Los extraños arrasaron los privilegios y cada vez se erigieron en amos: eran políticos, técnicos, artistas: eran todo. Ellos se adueñaron de la historia y de los recuerdos, pero equivocaron las fechas y las palabras... Pero nada volverá. Ésta es una ciudad sin huesos... Miremos en derredor: ruinas, odio, ambición, corrupción y sangre: ésas son las pautas de esta historia... Y ahora, cuando se han cumplido cincuenta años, sólo los sobrevivientes se aferran a los palos del desastre, sin querer salvar realmente la memoria del avance indetenible de la disolución.( Memorias de una antigua primavera, 77, 81, 9)

Tema central en Memorias de una antigua primavera, y contexto inevitable en las demás, ha sido el presente de la Venezuela petrolera la que, por procesos de mimetización con modelos foráneos (lo que se reconoce como miamización) y una riqueza fácil y descontrolada, ha inundado el espacio nacional con una serie abigarrada de imágenes que han terminado por obturar lo que quedaba como legado de la tradición. Cancelado el período saudita, la sensación de vacío y amnesia aparece descarnada, y urgente la re-fabricación de uno o varios tejidos que puedan operar como reemplazo (en el sentido de Ersatz) de una historia borrada que sirva de plataforma de balance para repensar (se) como sujetos sociales también dentro de nuevas coordenadas. (5) La narradora que cuenta y escribe la novela que leemos como El Exilio del Tiempo, cuando niña, le había entregado al Tiempo toda su herencia familiar (cosas, conversaciones, fotos, las sombras de los tíos, las historias de los abuelos, la casa); así se había quedado como única sobreviviente del naufragio; el Tiempo, perverso “implacable”, “insaciable” “la fue dejando sin pasado”, “condenada al silencio”: exiliada del tiempo. Entonces la escritura se convierte en una labor titánica porque le tiene que hacer frente -alegóricamente hablando- a una instancia antropofágica (instancia androcéntrica que resume tradiciones patriarcales y prácticas culturales falocéntricas), en este caso al Tiempo, en otras al padre, al Estado, que se ha fagocitado las identidades. La escritura es así un reto contra este vacío, un acto de rebeldía de subalternos críticos, cuyo compromiso político en este espacio despolitizado es re-narrativizar esta realidad perdida:

Y después, frente a frente con el tiempo, tendría que arrancárselo, desgajárselo, despojárselo, para que una a una me devolviera mis ofrendas, aunque con polvo, incompletas ... recoger con tristeza lo que el tiempo había hecho con ellas, unos pedazos desarticulados, unos muñecos sin voz, unas hojas separadas de un libro desencuadernado era eso lo que el tiempo me devolví... Entonces me senté y escribí la primera frase de una novela... (263)

El problema de la escritura como el modo que se tiene para retener y rehacer los signos de una realidad e historia desvanecida es punto neurálgico en todas estas obras. Al tiempo que la misma escritura reconstruye hacia atrás y adelante, orígenes y decadencias, reestablece genealogías, devela secretos, descubre paralelismos entre pasados y presentes, testimonia: UNO, el carácter meramente ilusorio, convencional de esta fijación, que sólo satisface al imaginario (“Quería indagar en esa desintegración lenta y fatal de nosotros mismos y el mundo que nos rodea, en busca de los orígenes, los gérmenes... solo soy una pobre narcisista que se mira (o pretende mirarse) en las palabras que escribe y que tampoco sirven. Porque son meros fragmentos de algo que tal vez un día fue grandioso y callado, pero que hoy es grupo de escombros... No puedo reconstruir los muros del templo”, Mata El Caracol, 153-4); DOS, la necesidad de una articulación coherente de los fragmentos para saber(se), por ende, la escritura de la historia es una forma de conocimiento (Zulay en Solitaria Solidaria es profesora de historia, y a través de la investigación documental que realiza sobre el guzmanato, descubre los manuscritos inéditos de Leonor Armundeloy, que le permiten conocer que hubo otras historias de rebeldías y resistencias en la Venezuela finisecular); TRES, lejos de todo pasatismo, la reconstrucción del pasado no significa su nostalgia (“era mejor que demolieran la casa sin nostalgia y pudieran construir sobre el solar una nueva historia”, puntualiza esta narradora de El Exilio del Tiempo, 261); CUATRO, al no ser una reconstrucción edulcorada, permite, mediante un proceso de extrañamiento, expresar aspectos recuperables que sirven para reestablecer identidades subalternas (de mujeres, de obreros), reconocer fracasos, frustraciones y etapas marcadamente postizas de la historia nacional (“Esta fue una ciudad donde la vida floreció intensamente. Esta fue una gran feria de disfraces: todo a nuestro alrededor era fantasía, decorado, música, luces, y nosotros teníamos un arcón repleto de máscaras y trajes que cambiábamos e intercambiábamos según nuestro vertiginoso capricho... todo era el espejismo de una sola ambición, Memorias de una antigua primavera, 196-7); Y CINCO, el trabajo de esta escritura realiza en un doble movimiento, por un lado, la recomposición de ciertos hitos canónicos de la memoria colectiva, para luego, por otro, develar su carácter enmascarador. Así, esta escritura es desacralizadora y opera como fuente de contracultura. Hace y deshace simultáneamente. Lejos de emular el mito de Penélope, que tejía y destejía para burlar el tiempo, la tela de esta narrativa recupera fragmentos, empata hilos sueltos, le da voz a los/as que no la tuvieron, coloca en perspectiva para no dejarse entrampar por los espejismos de la historia o las versiones de la historia escritas por otros.

Más allá de la figura de alguna narradora preocupada por fijar signos, la idea más plástica de cartografiar el cuerpo de la nación refuerza este sentido de recorrer/reconocer un vasto territorio no explorado; y al fijar en él un nuevo sistema de coordenadas, poder (re)apropiarse de esa geografía, y poder manejar los mapas no sólo de la historia política, la historia de las expoliaciones, sino la historia personal, familiar, porque, al fin y al cabo, también las genealogías privadas están profundamente conectadas a la historia pública del país. Por consiguiente, el mapa como metáfora de la casa-particular pone al descubierto el mapa de la casa-nación. El personaje Leonora Armundeloy cartografía en su diario su vida personal, pero el mismo también le sirve para consignar que: “Yo he conseguido iniciarme en un trabajo nuevo: la Cartografía... El gobierno va a imprimir un 'Mapa Físico y Político de los Estados Unidos de Venezuela'. Yo tengo que revisar archivos, desenrollar viejos planos y mapas, y marcar algunos caracteres en el original final que realizamos, los nombres de los lugares, montañas, Estados y Territorios, usar color azul para ríos y lagos, y para los 'accidentes' del suelo, un tono hollín pardusco (Solitaria Solidaria, 138).

Podríamos decir que uno de los impulsos que guía este grupo de obras, es el de (re)diseñar una otra cartografía histórico-cultural del país; y al igual que Leonora Armundeloy en 1883, constituirse en un gesto neo-fundacional de otras estrategias reivindicativas de otros quehaceres culturales (como la cultura popular, de masas, canciones, periodismo, folletería, álbumes, recetas, telenovelas, manuales), y, en última instancia, desde preocupaciones distintas, el trazado de una historia de la mujer nacional o al menos de una historia parcial de ella. Y es en este sentido que una serie de relaciones duales entre escritura-historia, historia-nación, nación-casa, casa-subalternos, se esbozan desde posiciones litigantes. Escrituras que luchan en contra de la amnesia de una tradición patriarcal (Doña Inés contra el Olvido), escrituras que recomponen cuadros familiares (Perfume de Gardenia, Mata El Caracol, La Casa en Llamas), escrituras que rompen pactos de silencio (El Exilio del Tiempo), que deciden desde las tribulaciones cotidianas que se resisten a la disolución: escrituras básicamente alimentadas por una conciencia en litigio cuyo compromiso pareciera ser levantar con la palabra un vasto y continuo mural de la historia venezolana para arrebatarle a la nada el aliento cada vez más breve de una narrativa que parecía ya imposible.

El establecimiento de la legalidad -lo que podría ser la correspondencia entre la letra, la casa y el sujeto- es lo que hace que Doña Inés sea emblemáticamente esa conciencia litigante de un sujeto histórico desplazado precisamente del olvido hacia la palabra viva, recobrada:

Piensas que me ha llegado el momento de callar, y que yo debo también quemar mis papeles mi voz porque no hay razones para que siga buscando mis títulos de composición. Pues no es así... Debo seguir hablando para que sepas... puesto que únicamente me queda mi voz, permaneceré para relatar la destrucción. Escucha, de mi profunda memoria el destino de nuestro linaje. (Doña Inés contra el Olvido, 95)

Voz solitaria y despierta frente a un escribano que transcribe fiel los signos del tiempo (“sabes que soy una mujer sin letras que únicamente aprendió a leer y a Garabatear unos palotes desmayados todos mis escritos fueron obra de escribanos”, 91) y un, marido, interlocutor muerto y desmemoriado (“¡pero qué mala memoria tienes! No te preocupes, yo estoy aquí para refrescártela; la memoria...”, 134). Del mismo modo las dos protagonistas de los dos finales de siglo, Leonora Armundeloy y Zulay en la novela de Laura Antillano son conciencias críticas solitarias no sólo frente a los procesos políticos dictatoriales del país, sino también aisladas (raras) en tanto marca sexuada (femenina) que asume para sí un discurso que desborda los linderos de la simple agenda doméstica y es capaz de convertirse en un sujeto que trasciende su propia subjetividad, y constituirse en agente de la historia pública a través de la escritura de esa misma historia: Leonora porque trabaja en una imprenta y fija en la letra de los periódicos de la época la otra faz de los acontecimientos; por ello la hacen presa y silencian por siempre su voz. Por el otro lado, Zulay, como profesora de historia, al exhumar de los archivos la otra cara de la historia oficial, su cátedra permite darle voz a la otra voz silenciada una siglo atrás. El gesto de solidaridad tiene en este caso un doble compromiso con el género sexuado y con una cierta modalidad de la escritura de la historia.

Una de las estrategias contraculturales frente a la tradición falocrática es la inversión del sujeto depositario de la memoria, que se ve desplazado desde el tradicional eje androcéntrico hacia un posicionamiento periférico. Esta nueva locación del sujeto femenino para narrar la historia (privada y pública) adquiere en este descentramiento, por un lado, una condición de activa beligerancia, y, por otro, una cualidad contestataria, porque corrige omisiones y desvíos de las versiones oficiales. Quien recuerda, sabe, explica, comprende, testimonio y asienta una contra-escritura (vs. las Cédulas Reales, los documentos jurídicos, Gacetas Oficiales, libros de historia, discursos políticas de personajes masculinos públicos) es una mujer, Doña Inés (y en otros casos tendríamos sus equivalentes en las figuras de Zulay, Leonora, Adriana, Betty, Armanda, Eloísa).

La reubicación antropológica del punto de vista permite una inversión de los roles tradicionalmente asignados a los sexos en relación a la producción de un saber que excede el espacio doméstico -el hogar familiar-, básicamente signado por su historicidad, y una recolocación -al menos en este corpus narrativo- del sujeto femenino como instancia clave en la vertebración de una historia pública-nacional -que el imaginario colectivo de los tiempos modernos ha desechado- con líneas de las diversas historias privadas y familiares de cada personaje:

Alejandro, ¿qué haces que no te levantas?... ¿Qué haces dormido como un tonto?... Eres un muerto tonto, Alejandro, eres un muerto inútil, un muerto abandonado a su propia muerte... Unicamente yo veo en la oscuridad porque mis ojos han muerto hace mucho, y como ojos de cadáver, se complacen en contemplar a los cadáveres, únicamente yo no tiemblo de miedo y de hambre... Yo estoy aquí para recordar el final de, la guerra que emprendimos y cantar su victoria... (Doña Inés contra el Olvido, 48, 71, 75)

Es un esfuerzo por cartografiar históricamente una tipología femenina anclada en diversas épocas de la historia del país: fundamentalmente las narradoras protagonistas desafían con otro tipo de escritura el modelo patriarcal de prefigurar el deseo de la mujer subjetivada, la mujer puro sentimiento y sensibilidad, atrapada en las redes de un Yo psicologizado, ciega de pensarse más allá del sí mismo. 6 Tanto el modelo de la mujer doméstica como la mujer independiente emergen en estas páginas en un esfuerzo por recuperar la historia de la casa familiar dentro de un escenario político-social más amplio, que no separa lo público Y lo privado como dos espacios que la ideología burguesa ha configurado en tanto sexualmente diferenciados. En este sentido, estas obras -con diversos matices- proyectan un doble esfuerzo: por una parte, reescriben desde un locus enunciativo politizado el carácter represivo, incestuoso y endogámico de la casa paterna y su desintegración en un tiempo presente:

Con el tiempo, la Casa había adquirido un aspecto estéril. Sus muros frontales, primorosamente pintados de verde un día, se habían ido destiñendo, se habían ido llenando de parches de un hongo gris y profuso que parecía comerse las paredes a pedazos... Porque Felipe Guzmán, mi padre, fue el caudillo entre aquellos hombres crueles y terribles que hicieron su fortuna a fuerza de rezumar la sangre de sus látigos y sus puñales y empaparse del olor a pólvora y de los gritos de los condenados... No quiero que relaten otra vez esas historias... Quiero hacer una hoguera con todas esas edades, borrar los desvaríos de fantasmas llenos de amargura... Hemos llegado a este juego atroz donde se estira la memoria acorralándonos de muros y recuerdos... (La Casa en Llamas, 23, 59, 73 )

y, por otra parte, el trazado de puentes que articulan la historia de la casa a la historia del país, a ciertos ejes de la historia oficial, también marcada por signos de poderes falocráticos.

Estas narrativas, al interconectar la Casa con la Nación, reestablecen el carácter político de la división de las esferas pública y privada, particularmente reintroduciendo la naturaleza histórica y no eterna de la vida familiar y de la mujer.

Lejos de un regodeo nostálgico en el pasado patriarcal -a menos que éste esté funcionando a contrapelo de la absoluta historicidad de las sensibilidades contemporáneas-, la necesaria escritura y fijación de la representación de la casa patriarcal, creo que debe apreciarse como una operación exorcizante de la misma escritura, que a la vez plasma y objetiva en la letra una representación simbólica que es de urgente superación para una nueva configuración del sujeto femenino, liberado -a través de un ejercicio autobiográfico escritural- del deseo cosificador masculino. La escritura misma produce el re-cuento del núcleo patriarcal (todos buscan la línea paterna, el hilo de la línea paterna: el sendero de la estirpe... Y te confieso que no sé cómo empezar al asunto sin convertirlo en un recordatorio de fantasmas familiares... el encierro verbal, el hechizo, los mil pliegues destinados a la acumulación de evocaciones y reflexiones, cuyo espesor indica las vertiginosas fluencias de un tiempo que se encierra, se desenrolla a partir de un centro... máscaras sucesivas: caracol, Mata El Caracol, 15); pero simultáneamente su fijación-disolución-liberación. La escritura, en una dirección, conjura los demonios de una tradición castradora, y, en otra, se esgrime como una máquina productora de un sujeto subvertidor que se desplaza, en una nueva vuelta de tuerca, del margen a un también nuevo centro anunciador de sentidos. La lucha del poder interpretativo femenino rediseña las subalternidades al desconstruir los ejes hegemónicos de la cultura (padre-casa, caudillo-Estado, genealogías-guerras).7

La visión recuperada del sujeto femenino le permite sacar a la luz los residuos opacos olvidados entre los pliegues de la historia oficial. Así, por ejemplo, en boca de Doña Inés la Guerra de la Independencia ya no es ese mural de victorias y derrotas de un elenco masculino presidido por el Padre de la Patria, sino también la dolorosa narración de sobrevivencia de los que se quedaron sin nombre: mujeres, niños, ancianos, esclavos, que entre el hambre, la lluvia y el barro, huyen aterrorizados en un lamentable éxodo hacia el oriente del país, Como un vasto contracanto en simétricas proporciones heroicas a la imagen que los historiadores han fabricado de los héroes masculinos, estas páginas re-focalizan la magnitud de la gesta bélica hacia el plano de la masa anónima que la historia oficial ha ignorado, sin embargo, capital en la vida social y economice del País. Pareciera que solo una mirada subalterna -descentrada- puede rehacer otra historia: “Unicamente yo veo en la oscuridad porque mis ojos han muerto hace mucho” (Doña Inés contra el Olvido, 75).

Desde la muerte, Doña Inés puede dar vida en su escritura-memoria a todas las sombras-cadáveres olvidadas por la historia. El gesto autobiográfico femenino en tiempos postmodernos (en forma análoga Hasta no verte Jesús mío, 1969, y Tinísima, 1992, de Elena Poniatowska; Si me permiten hablar..., 1977, de Domitila Chungara, para mencionar sólo algunas) no tiene ya mucho que ver con el bildungsroman de una vida ejemplar; sí más con la relación de un caso representativo de una comunidad marcada por su ninguneamiento étnico, sexual, regional, laboral, político, etc. Es el sujeto que habla en nombre de un grupo; es el Yo de un nosotros, independientemente si su formalización no se corresponda con la narración en primera persona. Por ello, poco importa si los personajes remiten a figuras históricas “reales”; su carácter enteramente ficticio favorece la producción de un poder -el de la palabra- para hablar por otros de su misma clase.

También esta nueva modalidad autobiográfica apunta a: uno, demitificar el sujeto masculino moderno hacedor de una historia nacional, que finalmente resulta una historia inauténtica, baile de máscaras, llena de poses, de usurpaciones y exilios:
Cierto que la ciudad alcanzó momentos de gloria, que hubo el intento de construirle un pasado... Todo fue como una aparición o un espejismo: acaba sucumbiendo ante la voracidad de los olvidos. Los extraños arrasaron los privilegios y cada vez se erigieron en amos: eran políticos, técnicos, artistas: eran todo. Ellos se adueñaron de la historia y de los recuerdos, pero equivocaron las fechas y las palabras. Levantaron la Carta Astrológica de una ciudad fundada el 23 de febrero de 1933, y esa ciudad nunca fue fundada y nunca ha existido. Mintieron, pues, y atrajeron con su mentira otras maldiciones...( Memorias de una antigua primavera, 77)

Dos, despojar al sujeto femenino -mediante el gesto catártico de la escritura- de una historia incómoda y de un pasado enajenante; y tres, el esfuerzo por reconstruir un sujeto subalterno hecho pedazos, fragmentado, roto, y reestablecer su identidad genealógica. No es casual que este conjunto de obras estructura sus estrategias narrativas echando mano tanto a formas fragmentadas (Mata El Caracol, Memorias de una antigua primavera, Perfume de Gardenia) tan caras a la cultura del álbum femenino (De ella quedan algunas fotografías en el álbum familiar, y los recortes de periódico donde he seguido sus viajes por el mundo y sus andanzas. Quedan los cuadernos de sus primeros poemas y los libros de su primera Biblioteca. Yo intuyo [sé que en esos mínimos vestigios está el secreto del tiempo y la posibilidad de rescatar la memoria, Mata El Caracol, 62), como también recuperando el macrorrelato -en tiempos de su efectiva disolución- como gesto fundacional de otra tradición. La insistencia en la reconstrucción del árbol genealógico familiar en las novelas de Ana Teresa Torres ilustra el esfuerzo por desmentir el “fin de la historia”.

Por otro lado, si se reflexiona sobre los fenómenos de la ruptura, la anomia, la amnesia, y las crisis engendradas por los rápidos cambios experimentados por los participantes en las nuevas formas de vida, la historia de vida (y me refiero a estas narraciones ancladas simbólicamente y formalmente en un Yo autobiográfico), puede permitir la identificación de la elección de ciertas estrategias utilizadas para mitigar el desequilibrio y el desorden de un cambio demasiado rápido. La selección del método biográfico (narración en Yo, diario, el género epistolar, estructuras narrativas en forma de diálogo, monólogo, soliloquio) se vincula con la dinámica del cambio y, por ellos no es un simple registro de prácticas culturales, sino, más bien, una revelación de interacciones, de conflictos y de posiciones sociales y políticas alternativas dentro de un amplio marco de variantes contraculturales.

Frente al horizonte de una reciente tradición narrativa venezolana claramente signada por una llamativa brevedad y laconismo del impulso narrativo -de hecho, la crítica literaria nacional ha señalado el giro sucinto que ha tomado la narrativa dando lugar a una preferencia por el cuento breve en detrimento de formas narrativas de largo aliento-8, este corpus de novelas ofrece una respuesta crítica alternativa en varios sentidos: la cantera de la intrahistoria (las historias de vidas nada relevantes) sirve como plataforma para el restablecimiento de narrativas fundacionales que satisfacen la reconfiguración de la historia del imaginario femenino; frente a la clásica novela histórica que recrea destacadas figuras masculinas de la historia oficial -recordemos las novelas de Denzil Romero, Arturo Uslar Pietri, Manuel Trujillo, Francisco Herrera Luque, Caupolicán Ovalles-estas obras no incursionan en la historia de los grandes acontecimientos, sino en la historia cotidiana, menuda, intranscendente: son así pues novelas históricas dentro de un nuevo concepto post-estructuralista y desconstructivo de la escritura de la historia; y, finalmente, frente al “relato imposible” de las recientes generaciones literarias -porque tal vez la imposibilidad factura esta situación de anomia y de desidentidad social- este esfuerzo está representando el trabajo de hilación del tejido de una memoria que se disuelve.

Como sacerdotisas antiguas, la escritura de mujer se torna en custodia crítica de la historia megalómana que se ha contado, pero también de la otra que se ha olvidado. La Casa paterna como emblema de un espacio simbólico de un proyecto de nación (más hecho de mentiras y traiciones) queda en estas paginas demolido: a la manera de una terapia psicoanalítico, la (recomposición del pasado no atiende necesariamente a nostalgias sino catarsis liberadoras.

Hay que enfrentarlo, sexualizarlo, saber que es básicamente un pasado hecho de acuerdo a la fantasía falocrática que ha controlado las imágenes del poder interpretativo de la palabra. La partida hay que peleársela a este tiempo antropofágico (masculino) que se ha canibalizado los retazos de otras historias. Volver a ubicarse en la historia es recoger con tristeza lo que el tiempo había hecho con ellas, unos pedazos desarticulados, unos muñecos sin voz, unas hojas separadas de un libro desencuadernado, era eso lo que el tiempo me devolvía, lo que me había prometido guardar y me había obligado a entregar, cuando yo tenía una edad imprecisa y él era un extraño. Entonces me senté y escribí la primera frase de una novela... (El Exilio del Tiempo, 263)

No se trata exactamente de una propuesta en los términos de un feminismo radical, sino lo que identifica el proyecto narrativo de este conjunto de obras es ser un contracanto frente al perfil de cierta tendencia literaria dominante de las últimas décadas (la fragmentariedad, el hermetismo, la disolución del sujeto, la des-referencialidad), y ofrecerse como un tejido imaginario alternativo. En un sentido equivalente a la labor soterrada y de resistencia que realizaron las arpilleras durante los años de las últimas dictaduras de nuestro continente, la materia prima que infunda el cuerpo de esta narrativa son los retazos desarticulados que fueron quedando al margen de una historia nacional igualmente atropellada por los mecanismos invisibles del poder. (*)

(*) Este papel de trabajo fue presentado en el Simposio Literatura Venezolana Hoy, realizado en la Universidad Católica de Eichsttät, Alemania, en 1996


Notas y Bibliografía

1. F. Laplantine entiende por modelo acumulativo “el ideal de una sociedad en la que su conocimiento memorizado y capitalizado no se cuestiona todavía, así como un tipo de relación con la historia que se entiende como un legado que debe ser transmitido y un pasado que ha de ser cultivado y al mismo tiempo transformado”, citado en “Praxis antropológica e historia de vida” de Francoise Morin, Historia oral, de Jorge Aceves Lozano (comp.). México: Instituto Mora y Universidad Autónoma Metropolitana, 1993. pp. 83-113.

2. Laura Antillano, Caracas 1950. Citamos de estas ediciones: Perfume de Gardenia (Caracas: Seleven, 1984); Solitaria Solidaria (Caracas: Editorial Planeta Venezolana, 1990, Finalista del Premio Miguel Otero Silva de Novela 1990).

3. Milagros Mata Gil, Caracas 1951. Citamos de estas ediciones: La Casa en Llamas (Caracas: Fundarte, 1989); Memorias de una antigua primavera (Caracas: Editorial Planeta Venezolana 1989 Ganadora del Primer Premio Bienal Miguel Otero Silva 1989); Mata El Caracol (Caracas: Monte Avila Editores, 1992).

4. Ana Teresa Torres, Caracas, 1945. Citamos de estas ediciones: El Exilio del Tiempo (Caracas: Monte Avila Editores, 1991, 2da ed.), Doña Inés contra el Olvido (Caracas: Monte Avila Editores, 1992).

5. Como ha señalado Freddy Raphael “el amor por el pasado y la resurrección de la tradición representan, con frecuencia, una sensación de pánico ante el rápido cambio, un deseo de esconderse bajo las faldas de la abuela “como si fuese otro mundo”, un temor a perder los baluartes y los apoyos necesarios para mantenerse firme contra el flujo de cambios que inundan este siglo. Negarse a cortar el cordón umbilical con el pasado constituye un intento por huir de la muerte”. Citado por Françoise Morin op. cit., P. 84.

6. Ver Deseo y ficción doméstica. Una historia política de la novela (España: Ediciones Catedra, 1991) de Nancy Armstrong.

7. Ver. Las Conspiradoras La representación de la mujer en México (México: Fondo de Cultura Económica y El Colegio de México, 1994)

8. Ver El relato imposible (Caracas: Monte Avila Editores y CELARG, 1991) de Verónica Jaffé. Y “Narrativa 80: discurso populista e imaginario social en la Venezuela Petrolera”, en Letras Caracas Nº 47, 1980, de Beatriz Gonzalez. También “Sistema narrativo e imaginario social de la Venezuela petrolera”, de Beatriz González, en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Lima/Pittsburgh, Nº 29, 1989.

LAS RAMAS DEL ÁRBOL: UNA VISIÓN DE LA NARRATIVA VENEZOLANA



Las ramas del árbol: una visión de la Narrativa Venezolana


Milagros Mata Gil

Uno suele enfrentarse, o suele ser enfrentado, a las circunstancias de la Narrativa Venezolana, desde una posición de profundo pesismismo. Hay una especie de regodeo en el hecho de negar no solamente su proceso sino hasta la existencia de ese proceso. Los volúmenes de los estantes desaparecen, entonces, ante esa avalancha de afirmaciones de negación: no existe y, por lo tanto, )para qué mencionarlo? En el peor de los síntomas, en algunas oportunidades son los mismos protagonistas de esa circunstancia Narrativa los actores de la negatividad, reforzando la intención y el deseo de los críticos.


Eso sería comprensible si uno solamente se enfrentara a un fenómeno de veinte o treinta años. Se comprendería que la cercanía de los hechos que componen ese fenómeno tendieran a pasar desapercibidos para esos espectadores desprevenidos por la costumbre de lo legendario y por el respaldo de una escritura que confirme la escritura. Pero no resulta demasiado claro cómo se omite el lapso transcurrido entre la mitad final del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, para citar un período, tomado al azar. No resulta lógica la percepción de cómo se omiten los ejercicios, las transformaciones, las reflexiones y, sobre todo, las producciones que el contexto histórico de una nación llamada Venezuela produjo durante ese lapso. )Es posible omitir el trabajo de personas como Eduardo Blanco o Manuel Vicente Romerogarcía?)Es posible obviar lo que el pensamiento político de Juan Vicente González y la convicción estética del Modernismo influyeron sobre el acontecer narrativo de un país que, en formación, necesitaba que sus narradores se relacionaran íntimamente con la sociedad magmática que los proveía de temas y de ritmos?)Cómo se obliterarán desde el punto de vista estrictamente científico los hitos, los marcadores de la escritura narrativa que son las producciones de Manuel Díaz Rodríguez, Teresa de La Parra, Rómulo Gallegos, Enrique Bernardo Núñez, Guillermo Meneses y Alfredo Armas Alfonzo? Eso lleva, por supuesto, a plantear el problema de la naturaleza de la crítica literaria que se desarrolla en el país.

Se supone que una crítica científica, como suele ser la que se aspira en el espacio crítico literario, debe tomar en cuenta no solamente el texto en cuanto tal, sino también los contextos que le dieron origen y consistencia. La aspiración de la trascendencia no permite omitir impunemente los elementos paratextuales: la historia que transcurre, la biografía personal del autor, sus neurosis, y la manera de interpretar estética y epistemológicamente la realidad que está imperando en ese instante de la producción. Todo eso va constituyendo lo que se pudiera llamar una especie de saber narrativo cuyos cambios se van percibiendo en la asunción secuencial y ordenada de los productos dentro del fenómeno llamado Narrativa, sea ésta representada como cuento, como novela o como alguna de las mixtificaciones que utiliza con éxito la estética escritural contemporánea. El problema es que como cada crítico se lee a sí mismo, en primer lugar, en ciertas oportunidades, harto frecuentes por lo demás, les resulta difícil a los que caen en esa trampa, salir della ilesos y con deseos de acometer el reto textual que, frente a la particular experiencia, se presenta árido.

Hace apenas diez o doce años, un autor como José Balza solía ser insufrible para los críticos literarios y los comentaristas de libros. La condición meándrica de su escritura, los recovecos psicológicos de sus personajes, el juego de penumbras de sus situaciones, lo convertían en un texto alejado del lector, incapaz de atrapar su atención y, por ende, en un objeto no analizable, ni considerable dentro del trabajo crítico. En la actualidad, la situación parece estar cambiando: cada vez más hay una crítica académica que se acerca a esa escritura, un deseo que lleva al lector más inocente: al tesista de pregrado, por ejemplo, a convertirse en explorador de esas redes remolinosas y de esas atrayentes penumbrosidades. Antes, había pasado con autores como Enrique Bernardo Núñez y Guillermo Meneses. Una larga historia de incomprensiones contemporáneas parece haberse establecido entre el texto que se produce en una época y los críticos de ese texto.

Tampoco es cierto a rajatabla lo que se afirmó en el párrafo anterior. En el año de 1995 se estableció una especie de pacto no escrito entre ciertos investigadores para llevar la Literatura Venezolana a los foros críticos. Hay un esfuerzo interesante que se está haciendo en ese sentido. Hay una valorización real de lo que se produce literariamente en el país, sobre todo en el ámbito de la Narrativa, realizada por gente que trabaja con seriedad, con espíritu científico, venciendo los fantasmas, los prejuicios y las personales frustraciones. Venciendo, inclusive, las simpatías o antipatías personales, para dejarse llevar solamente por la empatía textual. De hecho, hay una fuerte tendencia entre los núcleos críticos académicos por dar sistematicidad al conocimiento sobre la producción literaria nacional y, cada uno desde su sector y su perspectiva, hace el intento por construir un territorio crítico amplio y abierto a cualquier otra exploración. Abierto dentro de los términos de la libertad y el gozo.

El problema reside, principalmente, en que la crítica académica no tiene la suficiente difusión como para tener influencia en el mercado editorial y, por esa vía, dar un espacio al texto en el imaginario de eso que se llama el gran público: los lectores en general, el grupo de los que consumen libros, no solamente aquí, sino en el continente de hablas similares que nos rodea, en el universo de hablas distintas que reside más allá de las fronteras de la lengua. Si ése es el problema, la cuestión está en buscar una solución. Quizás las globalizaciones o las intercomunicaciones puedan aportarla.

jueves, 4 de abril de 2013

LA MIRADA PARSMONIOSA, MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

EL NACIONAL - Domingo 31 de Marzo de 2013 Papel Literario/5

(Publicado en el Papel Literario de El Nacional)



"Como ves, querido hermano, la fábrica de papel manchado JEM sigue en actividad", tal es la dedicatoria que Julio Miranda estampó en alguno de los varios libros suyos que tengo dedicados. Al principio parece frase de quien es fácil para el autosarcasmo, pero luego queda claro: es la declaración de una vocación. Todo lo leyó, todo lo anotó, en cuanto a cine y literatura resulta un arqueólogo abriéndose paso desde la novedad y el recuento; fijó, entre el compendio y la absoluta libertad del gusto, un estilo de crítica de registro, suma y dictamen a la vez.

Cuáles serían sus impresiones de hoy, seguiría fiel a su hábito de inventariador, tengo una única certeza: nada le sería indiferente. Aunque llevaría a su máxima potencia esa capacidad personalísima de sentenciar en un par de líneas lo incidental, lo aleatorio, esa producción sin genealogía, usual en épocas de mucha tinta y poca imaginación, carente de conflictos naturales. Ese "papel manchado" pudiera aplicarse, en su real sentido irónico, a la rutina editorial de estos días, sobre todo para una manera de política pública empeñada en producir escritores instalando imprentas. Así como los buhoneros y barrenderos se descubrieron aptos para ser médicos y abogados, cualquiera que asista a un acto cultural es candidato a "autor". Pero nuestros libros de valoración, "sentenciales", parecen haberse escrito al final de un período, no tanto observación forense como ajuste de una cultura ¬la recensión tal vez ejercite al crítico pero no es lo que se espera de él, a menos que doctrina y juicio vayan de la mano.

Tenemos una tradición que es más de grandes críticos que de oficio heurístico docente, aquella ha florecido al amparo del ensayo, sobre todo ¬cuanto no cabe entre Filosofía de la composición (Poe) y Amor y muerte en la novela norteamericana (Fieldler). Desde Motivos hispanoamericanos, 1931 (Arroyo Lameda) hasta Estudios de literatura venezolana, 1941 (Picón Salas), se ha tratado de balances concentrados en la tensión del pensamiento mismo de una cultura. Libros como Literatura de la tierra baldía (Eduardo Gasca), Lecturas críticas (Gustavo Díaz Solís), Proust (Juan Nuño), Baudelaire (Victoria de Stefano), ya de ascendencia académica, de alguna manera tienen en aquellos, en su solvente aproximación al ecumenismo, un antecedente de esa potencia reductora propia de toda escritura de sanción, organizadora de sus propios riesgos.

Jesús Semprum, Rafael Angarita Arvelo, Julio Miranda, Oscar Rodríguez Ortiz, por ejemplo, ejecutan una obra que corresponde más a la elección que al seguimiento.

Hacia los años setenta parece estar consolidada la llamada crítica universitaria, armada de instrumentos verificables, un escenario académico y administrativo, ha estado a la altura de las condiciones que lo institucional ha generado, con sus "hipótesis de lectura", ajustes de la periodización y aún su recelo del "crítico gendarme".

Si la abundancia distrae, y como democratización necesita más que elecciones, ediciones, quise decir, del estatuto académico, esperamos adecuadas iluminaciones ¬de esta victoriosa disciplina traigo dos nombres que me parecen característicos: Carlos Pacheco y Carlos Sandoval. Pero también el crítico-docente debe considerar la arqueología para sustanciar su expediente del día, si atiende la novedad también debe estar a la altura de la estabilidad de las conclusiones del canon. Su eficacia suele ser más clara cuando se ocupa de procesos y vanguardias ¬prueba de la abundancia de recursos para leer el correlato¬, pero hay pocas revaloraciones de obras que resulten luminosas.

Si la actividad editorial ha crecido, esto debería ser una buena noticia para lectores y crítica, aquellos tendrán acceso a la lectura a bajo costo (sube la oferta, baja el precio), ésta puede deshojar la margarita.

Esto sería en caso de tratarse de producción de zapatos, por ejemplo; pero la literatura no es economía, aunque pueda depender de políticas públicas, y aquí podríamos recordar gratos episodios. Monte Ávila y Fundarte estimularon nuestra literatura y ampararon la obra de autores que quizás se hubieran deprimido o perdido. Hicieron la tarea de reunir la gestión natural de escritores y lectores en un escenario de intercambio y modelación de las ideas. Tuvimos también una manera de crítica electiva, una especie de boom de la traducción, explorado por las ediciones de la UCV desde los cincuenta, proseguido por Monte Ávila. Por ahí anda un catálogo precioso de autores traducidos con carácter forense y especialmente para esta editorial, y cuyos derechos estarán perdidos: Leszke Kolakowski, Jean Servier, Leonora Carrington, Alan Burns, Harold Bloom, Naipaul, Leslie Fiedler, Harold Rosenberg, abruman nuestro cosmopolitismo postsesentista de rigor y ecumenismo. Hoy se dedica un esfuerzo a imprimir ediciones de autores que son parte de la formación casi instintiva del escritor en un afán de mostrar que estos editores sí saben qué es la gran literatura.

Incurren así en dos necedades: creer que los escritores no leen a los clásicos porque en el país no se editan, que los jóvenes se sumergirán en un baño de genialidad al sólo contacto con las tapas de una mala edición de Rimbaud. Mientras tanto, el país se cierra a la importación de libros. Las Librerías del Sur exhiben una monótona línea de lomos grises en sus anaqueles, las otras, novedades de hace diez años, y si usted consigue algo con cierto olor a pan fresco no se le ocurra mirar el precio porque se pondrá cianótico.

Pero tengo la impresión de que el papel machado es una cosa y la actividad de los escritores otra, no se trata de que falte o sobren las editoriales, incluso si se las confunde con imprentas. Hablaríamos de pertinencia de aquella actividad, sea como política de Estado o de grupos de vanguardia -organizados y atrincherados en torno a los intereses de la creación y siempre desde una disidencia que afirma la autonomía de la escritura. Contra lo esperado, en estos días la literatura ha tomado la necesaria distancia del correlato, inmunizada frente a sus tentaciones lo perfila sin debatirlo. Con alguna excepción (y en este caso venturosa, pienso en La patria forajida, de Harry Almela), las pasiones y el desencanto de la vida pública no se han asumido como obligación del testigo.

Teñir de circunstancia la dura elección de pensar es sin duda una desconsideración, ensimismarse por reacción u omisión siempre es medida prudente, las salvaciones ruidosas terminan arrasando con los expuestos y a veces fundando un culto de buenos y malos.

Si abunda el papel manchado entonces la literatura debe reconcentrarse, insistir en la página en blanco, soñar o tener pesadillas. Y si la crítica no se confunde con las recensiones de libros, nada dice que en estos días esté enferma, aunque tal vez sí en reposo voluntario, a la espera no ya de una generación de clásicos, como lo entendía Semprum, sino de un grado menos en ese desdén por lo intelectual que domina la vida pública venezolana en estos tiempos. Pero ella siempre debe ser totalizadora, está obligada a descubrir en la obra aquello que ésta omitió, por pudor o delimitación, su objeto no es sólo ése testimonio unitario, sino el mundo y los ecos que lo rodean, en esa medida puede situar las fuerzas invisibles detrás del autor, está obligada a ser analítica e ideológica. Y aun así, el correlato no debería emerger más que como vaga forma espectral debajo del agua somera, organizada desde exigencias antidemágogicas, toda creación debe estar de espaldas a las noticias del día, éstas sólo corresponden al entusiasmo de la versión popular de lo escurridizo, por eso la menos fiel.

Distinguir lo constante y prevenirse ante lo nuevo, parece ser esto lo necesario, lo de siempre y, sin embargo, no es suficiente cuando se trata de responder a los cargos de ausencia, entretanto la floresta se renueva. Dos libros como Hombre de aceite, de José Balza, y Sin partida de yacimiento, de Luis Barrera Linares, tan distintos y del mismo recordatorio, qué representan para la literatura del petróleo en un tiempo de abierta mala conciencia, por ejemplo. Cómo leer la poesía de Luis Moreno Villamediana sino desde los argumentos de la misma literatura, como desesperado refugio. Cuánto de vocación nacional puede haber en una obra como la de Victoria de Stefano, simétrica en su propia consecuencia, pero obstinada en su mirada casi sonámbula. Un sólido volumen como Versos predadores, de Jacqueline Goldberg, qué rumbos identifica en nuestra poesía. ¿Hasta dónde rehace Miguel Gomes la tradición del cuento con su proyecto insistente, circular? ¿Cuánto deben emocionarnos piezas deslumbrantes como Épica mínima, de Margara Russotto, y Ácimo pan del desierto, de Paúl González Palencia? Cómo extender la bibliografía de Francisco Javier Pérez, sin desbordar al lexicógrafo, el ensayo de Octavio Armand, en qué marco de la americanidad disponerlo. Novedad y actualización de cuanto la crítica pudiera hacer tal vez provenga del acecho, y no tanto de sus deberes escolares, sus ausencias no le acumularían trabajo, estaría, sí, obligada a dar testimonio de una convincente vigilia. Cuando advengan los clásicos (según la prescripción de Semprum), o sea tiempo de fumigar, de acuerdo a la ley del desencanto.