miércoles, 23 de octubre de 2013

UNA VISIÓN DE LA NARRATIVA VENEZOLANA


Milagros Mata Gil


Uno suele enfrentarse, o suele ser enfrentado, a las circunstancias de la Narrativa Venezolana, desde una posición de profundo pesismismo. Hay una especie de regodeo en el hecho de negar no solamente su proceso sino hasta la existencia de ese proceso. Los volúmenes de los estantes desaparecen, entonces, ante esa avalancha de afirmaciones de negación: no existe y, por lo tanto, ¿para qué mencionarlo? En el peor de los síntomas, en algunas oportunidades son los mismos protagonistas de esa circunstancia Narrativa los actores de la negatividad, reforzando la intención y el deseo de los críticos.

Eso sería comprensible si uno solamente se enfrentara a un fenómeno de veinte o treinta años. Se comprendería que la cercanía de los hechos que componen ese fenómeno tendieran a pasar desapercibidos para esos espectadores desprevenidos por la costumbre de lo legendario y por el respaldo de una escritura que confirme la escritura. Pero no resulta demasiado claro cómo se omite el lapso transcurrido entre la mitad final del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, para citar un período, tomado al azar. No resulta lógica la percepción de cómo se omiten los ejercicios, las transformaciones, las reflexiones y, sobre todo, las producciones que el contexto histórico de una nación llamada Venezuela produjo durante ese lapso. ¿Es posible omitir el trabajo de personas como Eduardo Blanco o Manuel Vicente Romerogarcía?¿Es posible obviar lo que el pensamiento político de Juan Vicente González y la convicción estética del Modernismo influyeron sobre el acontecer narrativo de un país que, en formación, necesitaba que sus narradores se relacionaran íntimamente con la sociedad magmática que los proveía de temas y de ritmos?¿Cómo se obliterarán desde el punto de vista estrictamente científico los hitos, los marcadores de la escritura narrativa que son las producciones de Manuel Díaz Rodríguez, Teresa de La Parra, Rómulo Gallegos, Enrique Bernardo Núñez, Guillermo Meneses y Alfredo Armas Alfonzo? Eso lleva, por supuesto, a plantear el problema de la naturaleza de la crítica literaria que se desarrolla en el país.

Se supone que una crítica científica, como suele ser la que se aspira en el espacio crítico literario, debe tomar en cuenta no solamente el texto en cuanto tal, sino también los contextos que le dieron origen y consistencia. La aspiración de la trascedencia no permite omitir impunemente los elementos paratextuales: la historia que transcurre, la biografía personal del autor, sus neurosis, y la manera de interpretar estética y epistemológicamente la realidad que está imperando en ese instante de la producción. Todo eso va constituyendo lo que se pudiera llamar una especie de saber narrativo cuyos cambios se van percibiendo en la asunción secuencial y ordenada de los productos dentro del fenómeno llamado Narrativa, sea ésta representada como cuento, como novela o como alguna de las mixtificaciones que utiliza con éxito la estética escritural contemporánea. El problema es que como cada crítico se lee a sí mismo, en primer lugar, en ciertas oportunidades, harto frecuentes por lo demás, les resulta difícil a los que caen en esa trampa, salir della ilesos y con deseos de acometer el reto textual que, frente a la particular experiencia, se presenta árido.

Hace apenas quince años, un autor como José Balza solía ser insufrible para los críticos literarios y los comentaristas de libros. La condición meándrica de su escritura, los recovecos psicológicos de sus personajes, el juego de penumbras de sus situaciones, lo convertían en un texto alejado del lector, incapaz de atrapar su atención y, por ende, en un objeto no analizable, ni considerable dentro del trabajo crítico. En la actualidad, la situación parece estar cambiando: cada vez más hay una crítica académica que se acerca a esa escritura, un deseo que lleva al lector más inocente: al tesista de pregrado, por ejemplo, a convertirse en explorador de esas redes remolinosas y de esas atrayentes penumbrosidades. Antes, había pasado con autores como Enrique Bernardo Núñez y Guillermo Meneses. Una larga historia de incomprensiones contemporáneas parece haberse establecido entre el texto que se produce en una época y los críticos de ese texto.

Tampoco es cierto a rajatabla lo que se afirmó en el párrafo anterior. En el año de 1995 se estableció una especie de pacto no escrito entre ciertos investigadores para llevar la Literatura Venezolana a los foros críticos. Hay un esfuerzo interesante que se está haciendo en ese sentido. Hay una valorización real de lo que se produce literariamente en el país (y fuera del país, escrito por venezolanos), sobre todo en el ámbito de la Narrativa, realizada por gente que trabaja con seriedad, con espíritu científico, venciendo los fantasmas, los prejuicios y las personales frustraciones. Venciendo, inclusive, las simpatías o antipatías personales, para dejarse llevar solamente por la empatía textual. De hecho, hay una fuerte tendencia entre los núcleos críticos académicos por dar sistematicidad al conocimiento sobre la producción literaria nacional y, cada uno desde su sector y su perspectiva, hace el intento por construir un territorio crítico amplio y abierto a cualquier otra exploración. Abierto dentro de los términos de la libertad y el gozo.

El problema reside, principalmente, en que la crítica académica no tiene la suficiente difusión como para tener influencia en el mercado editorial y, por esa vía, dar un espacio al texto en el imaginario de eso que se llama el gran público: los lectores en general, el grupo de los que consumen libros, no solamente aquí, sino en el continente de hablas similares que nos rodea, en el universo de hablas distintas que reside más allá de las fronteras de la lengua. Si ése es el problema, la cuestión está en buscar una solución. Quizás las globalizaciones o las intercomunicaciones puedan aportarla.

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